Soberanía... Ese es el gran tema del momento, el mantra que se esgrime de Túnez a Ciudad del Cabo. África, y en particular su juventud cada vez más conectada, aspira a tomar las riendas de su destino. Es decir, más de seis décadas después de la independencia, emanciparse de verdad y hacerse autónoma en todos los ámbitos: seguridad, política (incluida la monetaria), economía, tecnología, cultura, etc. Dejar de estar dominada por actores externos, en particular Occidente y las antiguas potencias coloniales, consideradas más pérfidas que los rusos, los chinos o los turcos. Atrás quedaron las reglas impuestas, los diktats, los grilletes, los contratos leoninos y la explotación injusta de los recursos. África para los africanos. Por fin.
Es una corriente inexorable, una nueva era que se abre en un mundo multipolar en el que el continente quiere ocupar el lugar que le corresponde y elegir a sus socios, sólo para su propio beneficio. Pero la soberanía no se decreta. Hay que construirla y, sobre todo, conquistarla. Hoy, sus más ardientes promotores son golpistas. Burkina Faso, Malí, Níger, Guinea, Gabón... No es casualidad que los neosoberanistas más fervientes, o los que dicen serlo, procedan del antiguo corazón de Francia.
Los espíritus de Sékou Touré y Sankara
La democracia, supuestamente impuesta por «los blancos», se presenta como la fuente del mal, ya que no ha hecho nada por mejorar la suerte de la población, que se enfrenta a las mismas dificultades desde hace siglos (inseguridad, desempleo, precios al alza, sistemas educativos y sanitarios deficientes, acceso insuficiente al agua y la electricidad) mientras las élites se enriquecen, buscan tratamiento médico en el extranjero o envían a sus hijos a estudiar a otros países.
La soberanía, clave de un auténtico desarrollo compartido por todos, ¿sólo puede lograrse bajo el gobierno de un hombre fuerte, patriota y panafricano, sin libertades ni debate, sin una vida política pluralista, sin elecciones? El método puede dar sus frutos -al menos en términos de soberanía-, pero ¿a qué precio? Sobre todo porque no hay ninguna garantía de que lo esencial -la defensa del interés general- se consiga al final del camino.
No basta con expulsar a las tropas francesas o estadounidenses de nuestras fronteras ni con invocar los espíritus de un pasado idealizado, de Sékou Touré a Thomas Sankara, para mejorar la suerte de nuestros conciudadanos. No todo el mundo es Paul Kagame. El presidente ruandés dista mucho de ser un dechado de democracia, pero nadie puede negar que ha permitido el desarrollo de su país.
¿Acaso no son soberanos los japoneses, los indios, los coreanos, los israelíes, los brasileños y, más cerca de nosotros, los sudafricanos?
¿Significa esto que nuestra soberanía es incompatible con la democracia? ¡Qué tontería! La democracia no es responsable de nuestra sumisión a poderes exteriores, de nuestras elecciones amañadas, de la falta de independencia de nuestro poder judicial, de la ausencia de separación de poderes, de la politización de nuestras administraciones, del nepotismo, de la corrupción, de la codicia y el enriquecimiento ilícito de nuestras clases dirigentes (poder y oposición juntos), de la ausencia de Estado de Derecho o, peor aún, de la ausencia de Estados fuertes y eficaces centrados en el bienestar de sus ciudadanos.
La culpa no es del sistema, sino de cómo lo aplicamos. Si las cosas no funcionan bien en el continente es porque los principios rectores de la democracia, vigentes en muchas latitudes, incluso en países del Sur como el nuestro, son pisoteados constantemente.
Basta con mirar a otros lugares del mundo: salvo contadas excepciones, no hay militares al mando y, para los más meritorios, se presta especial atención a la educación, la formación, la cultura, la apertura de espíritu, la innovación y la ciencia. ¿Acaso no son soberanos los japoneses, los indios, los coreanos, los israelíes, los brasileños y, más cerca de nosotros, los sudafricanos? ¿Tenemos que vivir bajo una dictadura para ser independientes y dueños de nuestro destino? Afortunadamente, hay pruebas de lo contrario.
Benín y Senegal, ¿dos ejemplos a seguir?
Dos de los ejemplos más recientes del África francófona. En primer lugar, Benín. Patrice Talon, antaño opositor, fue elegido democráticamente y ha reformado radicalmente su país. Es cierto que ha «vitrificado» a la clase política local, pero la mayoría de los benineses le están agradecidos. Sobre todo, ha obtenido resultados y ha defendido la independencia y los intereses de Benín. Nadie puede decir que sea el sirviente de nadie.
Luego está Senegal. ¡Qué lección infligida a todos los predicadores del autoritarismo y a los «salvadores» de fatigas! Allí, es imposible hacer mentir a las urnas. Allí, las instituciones, encabezadas por el Consejo Constitucional, desempeñan su papel y tienen la última palabra, aunque ello suponga disgustar a Palacio. Los militares permanecen en sus cuarteles y sólo se preocupan de la seguridad. Ser Presidente no significa tener necesariamente la razón y no tener que rendir cuentas a nadie.
Finalmente, en la tierra de la Teranga, puedes decidir enfrentarte a la omnipotencia del Estado y acabar ganando las elecciones. El nuevo presidente, Bassirou Diomaye Faye, y su primer ministro, Ousmane Sonko, llevan muchos años defendiendo ideales soberanistas, panafricanistas y patrióticos, arriesgando su libertad en el proceso. Incluso fueron elegidos en gran parte por ello. Son legítimos, lo que lo cambia todo. Son responsables ante sus conciudadanos. Y tienen mil veces más posibilidades de éxito que Tiani, Traoré o Goïta. Sobre todo, si fracasaran, asumirían sus responsabilidades ante el pueblo senegalés, que no dudaría en mostrarles electoralmente la salida.
Elegir a un hombre fuerte, a un dictador ilustrado, puede parecer atractivo en estos tiempos revueltos. Pero la perspectiva de acabar con un Dadis Camara, un Yahya Jammeh o un Idi Amin Dada en lugar de un Jerry Rawlings o un Thomas Sankara -es difícil pensar en otros líderes de esta talla- es igual de aterradora.
Quienes aplauden de corazón la llegada al poder de tenientes coroneles cuya única hazaña armamentística ha sido traicionar su juramento de neutralidad harían bien en releer algunos libros de historia contemporánea. África necesita ideas innovadoras, soluciones adaptadas al mundo de mañana, liderazgo, visión a largo plazo y debate constructivo, no soluciones perezosas o guiadas por un nacionalismo agresivo y ciego que denuncia la existencia de grilletes o supuestos verdugos para justificar nuestros fracasos.
Nuestra soberanía está en nuestras manos. Ganarla requiere algo más que los eslóganes vacíos y las promesas vanas que los populistas aprovechan, por desgracia de momento con éxito. Requiere trabajo duro, sangre y lágrimas. Inteligencia política. Y democracia...
https://www.jeuneafrique.com/1591135/politique/lafrique-aux-africains-oui-mais-comment/